
–Buen día, a las dos comemos.
Graciela cocina y le gusta hacerlo. De eso me doy cuenta el día que la conozco en Buenos Aires. Me espera con la mesa lista y tres platos de comida que nunca había probado. Algunos ingredientes llegaron desde Oberá, donde nació ella y donde todavía vive su madre. Otros, de una verdulería de San Telmo.
El almuerzo en Buenos Aires es el primero de muchos. Esa es la comida del día que compartimos con Graciela durante toda la residencia; el ratito para hablar sobre lo leído, sobre el sol que en las sierras pega más fuerte, el arroyo que tanto amo, sobre la gente que me crucé o la que no me crucé, los perros que ladran sin parar en Cabana, la familia católica que vive al lado, el futuro de sus hijxs, sobre Teresa, Marina, Ashle, Wislawa, sobre el doctorado que está haciendo ella y el seminario de biografías, de nuevo sobre el sol y sobre el arroyo, sobre separarse y estar triste y, otra vez, sobre las lecturas que nos salvan. El almuerzo es, cada día, la oportunidad para recibir un nuevo libro, que me llevo a la cabaña en la que duermo.
–Llevate este libro, creo que te va a gustar.
Y es cierto, la mayoría de los libros que me presta Graciela, me gustan. En general, son libros escritos por mujeres. En general, son libros escritos por mujeres que sufrieron. Mucho o poco, pero que sufrieron. Que conservan cicatrices de la vida, cicatrices que Graciela conoce porque además de las obras, a ella le interesan las biografías de las personas. Habla mucho de Marina Tsvetáyeva, una poeta rusa, pero no me presta ningún libro de ella. Pienso que tal vez sea por la cicatriz que ella guarda por haber perdido un libro amado de una de sus autoras también amadas: Mi Pushkin.
–Hoy vamos a Los Quebrachitos.
Recibo todas las invitaciones de Graciela con mucho entusiasmo. Me invita a una lectura, a buscar a su hijo a Córdoba, a un almuerzo con Tere, a un cumpleaños en Los Quebrachitos, a buscar a su hija a Córdoba, a tomar un helado, a ir a hacer las compras en el almacén de Unquillo.
Aprovecho el tiempo de la sobremesa del cumpleaños en Los Quebrachitos para conocer una capilla de la familia Buffo. La capilla aloja un péndulo y una historia tristísima. Una chica joven guía el recorrido y nos cuenta curiosidades sobre el péndulo. Nos hace caminar en círculos cerca del péndulo y escuchar nuestros pasos. La pareja con la que comparto la visita hace muchas preguntas que jamás se me hubieran ocurrido y agradezco aprender más cosas de las que la guía nos hubiera contado. Miro el cosmos pintado por un hombre que perdió, en pocos años, a su pareja y a su hija y me acuerdo de Macu diciendo: “al final, nos traen a este mundo para amar a personas que después se van a morir”.
Vuelvo al lugar del asado, donde todavía sigue la sobremesa, y reproduzco los datos que aprendí en la visita. Se revela que la historia de amor esconde un secreto, como todas las historias.
–Sebastián nos invitó a ver una película a las ocho.
Sebastián es unx de lxs hijxs de Graciela. El hijo del medio. Sebastián nos invita a ver películas tres noches seguidas. Son películas que vio más de una vez y que quiere compartir con nosotras.
–La Tere es muy generosa.
Graciela lo anticipa y yo lo confirmo. La generosidad de la Tere rebalsa y abraza. La escuchamos leer en un encuentro organizado por escritorxs jóvenes. Graciela filma la escena con su celular, Gabriela (una amiga de Graciela que nos acompaña este fin de semana) sale a hablar por teléfono y a mí me dan ganas de llorar. El poema que lee la Tere es sobre su hija, o sobre la inauguración de un nuevo vínculo con su hija que se revela en un viaje en auto. Yo recuerdo e imagino: recuerdo viajes en auto e imagino viajes y vínculos que ya no podrán ser. Otra vez, Macu: “al final, nos traen a este mundo para amar a personas que después se van a morir”.
–Tsvetáyeva, Tsvetáyeva, Tsvetáyeva.
Repite Graciela hasta que yo logro dar con la pronunciación. O con lo que creemos que es la pronunciación del apellido de esta poeta rusa que nunca dejó de escribir. Ni en la guerra, ni en la hambruna, ni cuando murió su hija. “Para todas las personas que dicen que no tienen tiempo para escribir –afirma Graciela– está Tsvetáyeva”.
Es el viaje de vuelta de la residencia y vamos a leer en voz alta. Pienso que esto transforma al viaje en capicúa: empezamos leyendo en el auto y terminamos leyendo en el auto. Después me preguntó cómo tendría que organizarse todo lo que pasó en el medio para que efectivamente sea un viaje capicúa, pero me disperso rápidamente y, cuando me doy cuenta, ya tengo el libro en mis manos. Tres poemas es el título. Pregunto lo obvio: “¿son tres poemas largos?”. Y Graciela responde que sí.
Si tú te has ido, si la semejante visión se apagó,
entonces vida no es vida, y la muerte no es muerte.
Entonces –se me confunde, ¡terminaré de entender al vernos!–
No hay vida, ni muerte – es lo tercero,
algo nuevo.
Copio un fragmento del tercer poema largo del libro Tres poemas porque habla de la vida que no es vida y de la muerte que no es muerte, es lo tercero. Y con lo tercero abre la idea de algo nuevo y recuerdo otra cosa que leí en la residencia. La primera o la segunda oración de la introducción de un libro de Luis Camnitzer que dice: en algún momento, alguien hizo algo, no se supo cómo llamarlo y otrx alguien dijo “llamémoslo arte”. Y me apresuro a pensar que el arte también es lo tercero. Ni lo útil, ni lo inútil: lo tercero.
–Principalmente espero que no caiga la comunicación y el intercambio.
Escribe Graciela, unas semanas después de la residencia. Y entonces vuelvo a pensar en la idea de lo tercero: que una residencia no es tiempo y no es espacio; tampoco es esas dos cosas juntas. Es lo tercero.
